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viernes, 23 de octubre de 2015

Bengalas En El Cielo






¿Alguna vez les ha pasado que lloran hasta que no pueden respirar?



A mí me ha pasado sólo dos veces en la vida.







Fue un 4 de octubre (ustedes saben que soy pésima rememorando días y fechas en específico, pero investigué un poquitín y bueno, aquí está la fecha); estaba en casa de mi abuela, sentada en un sillón de la sala leyendo uno de mis libros favoritos -releyendo, en realidad-, mi hermana estaba ahí, en el suelo, checando su celular y mi prima estaba coloreando algo.

Alguien entró a la habitación, y con un tono desgarrador nos dio la noticia:

"Silvia se está muriendo".

Y, como si fuese una bomba de tiempo, una explosión se dio en el aire. Los adultos que se encontraban ahí soltaron chillidos de frustración, de triteza, de dolor. Verdadero dolor.

Mis manos soltaron el libro y éste cayó en el suelo, desparramándose. Ver tanto dolor, escuchar tantos gritos y presenciar tantos llantos, hicieron que algo dentro de mi cerebro se prendiera y actuara de forma rápida. Como pude, saqué a mi hermana y a mi prima (que es por mucho más chica que nosotras) de esa habitación, de esa casa.

Caminamos un poco por la calle, la casa estaba llena de personas llorando y gritando.

Fue horrible. Fue como vivir una escena de una película triste. Fue como presenciar un párrafo de una historia triste.

Fue horrible. Fue triste. Fue doloroso.

Pronto, cada uno de mis parientes comenzó a llegar y todo se sentía cada vez más real.

Yo estaba bajo la influencia de un shock que me había permitido actuar rápido, pero después sólo había frío. Era como si mis venas, cada hueso de mi cuerpo, cada célula viviente, se hubiera congelado. Se hubiera quedado atado a ese espacio en específico, y no podía desprenderme de mi lugar.

No sabía qué decir. No sabía qué pensar. No sabía a dónde acudir. Veía a mi hermana, y sólo podía identificar el verdadero horror en sus ojos grandes. Veía a mi papá y en su cara podía leer el dolor con el que estaba luchando para no romperse frente a todos.

Una camioneta llegó; mi mamá conduciría, ya que en el hospital estaban un tío y mi prima Carolina. Nos necesitaban, necesitaban a su familia en este momento tan difícil.

Yo salté al automóvil, no tanto porque quería ofrecer mi ayuda o algo así. Tenía miedo. Mucho miedo. No quería soltar el brazo de mi mamá, así que por mucho que mi cabeza gritara que era una pésima idea, yo me subí, junto a otros parientes, a la camioneta, rumbo al hospital.

Una vez que llegamos ahí, fue como una bocanada de aire fresco.

Claro, era un 4 de octubre, eran cerca de las seis- siete de la noche y en la calle podía ver a las personas hacer sus vidas, muy ajenas a lo que yo estaba pasando. Me quedé fuera del hospital con mis tíos, con mis primos. Nadie dijo mucho. Nadie pensó mucho.

Yo no había llorado nada. Ni una lágrima ni un ardor en los ojos que anunciara la inevitable tristeza líquida. Nada.

Estaba como ida, como en shock.

Como muerta.


Tenía miedo de ver a mi prima, y es que, a pesar de que mi relación con ella era -es aún- cercana, no quería verle la cara. Tenía miedo. No sabría qué decirle o cómo reaccionar. Sabía que me necesitaba ahí, y ser fuerte, pero no podía. No podía ser fuerte. No podía estar ahí.

Tenía mucho miedo.


Cuando llegaron más adultos y comenzaron a arreglar lo que se tiene que arreglar cuando alguien muere en un hospital, regresamos a la casa de mi abuela. Ahora había más gente. Mi papá preguntó qué era lo que había pasado, quiénes habían ido y todos los detalles. No hubo mucho ánimo al momento de responder.

Caminé de regreso a la sala para recoger mis cosas y en el camino, me topé a mi prima de frente. Nos miramos por apenas un segundo y luego nos abrazamos. Temí que se rompiera y comenzara a llorar, pero sentí su pecho firme y fuerte; no iba a doblegarse ante nada, y más bien, era yo la que había comenzado a llorar.

Con la voz rota, le dije:

"No llores".

Hoy entendí que ese "no llores" no iba para ella.

Ese "No llores" era para mí.



Nunca había ido a un velorio. Nunca, en mi vida. Fue la primera vez. No recuerdo mucho de eso. Sólo sabía que había una cierta incomodidad dentro de mi garganta que me impedía hablar con propiedad. Era como si apenas pronunciaba una sílaba cuando las lágrimas se desbordaban, sofocándome. Era como si apenas abría los labios, un sollozo nacía desde lo más profundo de mis pulmones.

No quise asomarme al féretro. Incluso cuando mis papás no estaban muy cerca de ahí, me insistieron mucho en ir.

"Ve a verla"- dijo mi madre, sonriendo con ligereza- "Quedó muy bonita".-

Negué con la cabeza.

"Se ve en paz"- continuó, ignorándome por completo.

Negué otra vez.

No iba a asomarme. No iría a ver al féretro de mi tía favorita. No iría a ver su rostro, por muy "tranquila" y "bonita" que la hubieran dejado. No quería. No iría. Y no fui.

La noche pasaba lenta y yo ya no sabía qué hacer. ¿Qué hacía? ¿Me ponía a pensar en otras cosas y fingir que nada estaba pasando? ¿O de plano me derrumbaba frente a mis parientes y demás desconocidos?

Lo más sensato para mí fue acostarme en un sillón de la funeraria, abrazar mis piernas y ponerme a llorar.

Y lloré como no tienen una idea. Lloré como nunca había llorado.

¿Alguna vez les ha pasado que lloran hasta que no pueden respirar?

A mí me pasó.

Lloré tanto que no podía respirar, no podía tomar aire. Las lágrimas me ahogaban. Y si algo de aliento entraba a mi ser, era para ser expulsado únicamente por la desesperación, por la tristeza, por el dolor que me estaban apaleando ahí mismo, en un sillón de una funeraria, un cuatro de octubre.

La música cristiana no me la hizo más fácil. Los dedos de mi mamá paseándose por mi cabello no me la hizo más fácil. La mano de mi hermana enlazada a la mía no me lo hizo más fácil. La mano de mi padre en mi hombro no me la hizo más fácil.
Nada fue fácil.

Ni siquiera ver a mis parientes entrar y salir. Ni siquiera el hecho de permitir que mis primos me vieran en ese estado de vulnerabilidad. Ni siquiera el hecho de que desconocidos me escucharon llorar y llorar durante varias horas.

Nada fue fácil.


El día siguiente tampoco lo fue.

Mi hermana, para distraerse un poco, había decidido ir a la escuela. Y yo, por mi parte, había preferido aventarme a un boulevard en plena hora pico que a ir a la escuela en ese estado.

Mi cara no mentía: La noche anterior no había pasado en vano. Grandes ojeras se pintaban debajo de mis ojos, que estaban hinchados y tristes. Mi piel se veía opaca y pálida y los labios partidos por la deshidratación.

Me vestí de blanco para ir al entierro. No iría de negro, porque no. Blanco era mi decisión.


Nunca había estado en un cortejo fúnebre, salvo esa vez.

Mis padres conducían tranquilos detrás de los automóviles de mis demás tíos, tías, primos y primas, y demás parientes. Yo asomé la cabeza por la ventana y a pesar de que el sol estaba en su esplendor y el cielo era azul y había algunas cuantas nubes blancas adornando, a pesar de que el calor era algo adormecedor, algo tranquilo, algo lindo, no pude evitar llorar durante todo el camino, preguntándome cómo podríamos continuar ahora.

Me costó sangre no caerme hecha pedazos en el panteón, cuando la enterraban.

Estaba llorando, y tenía mocos saliendo por mi nariz y mis manos sudaban con frialdad y mis rodillas temblaban, y mis brazos se balanceaban y todo daba vueltas.

Pero yo no iba a caerme. No quería hacerlo.

Ni siquiera cuando vi a mi tío -su esposo- abrazar a sus tres hijos. Ni siquiera cuando la congregación cristiana a la que fue devota mi tía durante sus últimos años de su vida entonó varias canciones religiosas bastante lindas. Ni siquiera cuando vi a mis tíos luchar contra el pesar. Ni siquiera cuando vi a mi hermana llorar en el hombro de su novio, que desconcertado, parecía buscar una razón a todo lo que estaba presenciando.

Ni siquiera cuando en el silencio del lugar, cuando me alejé caminando para sentirme un poco más viva, sentí que estaba sola. Que me sentía sola.

No iba a caerme. No quería hacerlo.

Y no quiero hacerlo.



Pasaron tres años ya.

Todavía recuerdo con claridad que al día siguiente del entierro, en clase de Literatura, me puse a llorar. Recuerdo que mi amiga Diana me regaló papel para limpiar mi rostro. Recuerdo que mis amigos se portaron muy bien conmigo, no haciendo muchas preguntas y limitándose a hacerme presente su apoyo.

Todavía recuerdo a mi tía Silvia bailar canciones de Selena en el cuarto de mi abuela-sala. Todavía recuerdo que en tiempos de lluvia, mi prima Carolina -su primogénita- mi hermana y yo nos encerrábamos en el cuarto de un tío a ver Escalofríos y ¿Le Temes a La Oscuridad? y ella nos llevaba chocolate caliente.

Todavía recuerdo que sentí que mi corazón se caía al suelo cuando vi cruzar a mi tío -su esposo- por la funeraria. Él estaba lejos cuando sucedió todo esto. Todavía recuerdo que pensé que si lo escuchaba llorar o algo, me moriría yo de algo. De un nervio roto o de un intento de suicidio o algo. Pero no me iba a ir bien.

Todavía recuerdo que cuando mis amigos me mandaban sus condolencias, yo me ponía a llorar. Todavía recuerdo que cuando pasaron el capítulo de glee de la semana, no lo terminé de ver porque a mitad del episodio las lágrimas me traicionaron.

Todavía recuerdo que la carrera nocturna que organiza mi tía cada año me ayudó mucho, muchísimo. Que distrajo a mis tíos y a mis primos y que yo me sentí en una paz casi adictiva al estar entre la noche, el frío y la soledad.

Y todavía, hasta la fecha, sigo sin poder tocar ese libro favorito que estaba (re)leyendo cuando sucedió todo esto.

Han pasado tres años ya.

Siento que ha pasado mucho y que ha sucedido tanto, pero al mismo tiempo, el dolor está presente. Como si hubiera pasado hace una semana.

Tres años ya.



Tres años ya.



A veces, no les voy a mentir, siento que voy nadando en un mar de sentimientos y me ahogo de repente. A veces, cuando pienso en ella, me pongo triste y me dan unas incontrolables ganas de llorar. Incluso ahora, escribiendo esto, tengo los ojos llorosos y quiero clavarme un cuchillo en la gargaDIGO, ustedes me entienden.

A veces siento que el cielo se oscurece mucho, y que no importa lo mucho que signifiquen para mí las personas, al final no podré hacer gran cosa por ellas.

A veces siento que quiero hacerme ovillo en el suelo y quedarme a dormir ahí por treinta años.

A veces siento que estoy bien, que he crecido más y que he aprendido un montón de esto.

Pero a veces siento que quiero llorar por horas y horas.


Pero no olvido, no debo olvidar ni ustedes deben olvidar que siempre hay alguien encendiendo bengalas en el cielo. Y cuando todo se oscurece, esas bengalas nos ayudan.

Y la luz nos ayuda llegar a nuestros hogares.




No olvidemos nosotros encender bengalas en el cielo.

No olvidemos buscar las bengalas en el cielo.

Siempre hay bengalas en el cielo.


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